20/11/12

Fantasmas

A Alicia Martínez Siqueiro nadie le advirtió que era un fantasma. Salvo aquel con el que se topó al final de este cuento. Así que ella en su inconsciencia se levantaba todos los días, qué alegría, qué maravilla, el sol recién tumbado sobre las plantas del salón, pensaba, sin buscarle una explicación a su falta de peso. Creía, la pobrecilla, que aún trabajaba en una oficina en el sexto piso de un edificio del centro de Madrid, que los compañeros le sonreían a su paso y que aquella flor que agonizaba en un vaso, junto al ordenador, era el regalo diario de un amante misterioso, pero el edificio estaba abandonado desde hacía cuatro años, un vestigio de un pasado para sostener en lo alto el corpor(e)rizado anuncio de una marca de cerveza. Vivía, contradicción, para el amor y al amor se lanzaba por las calles de la ciudad imitando los mismos gestos que veía en los demás: acariciaba a perros que ladraban al miedo de sus pasos o daba buenas tardes, al sol de las plazas, sin darse cuenta que tras su paso, las viejas escupían en el suelo y persignaban sus temerosos pechos, ay Alicia, que caminas tan sola entre la muchedumbre creyendo que existes más allá de tu aparente silueta, esa transparencia imaginada, el velo de un cerebro inexistente diciéndole a su alma, qué linda es la naturaleza, qué grande el cielo sobre nuestras cabezas, qué estupendos los besos, las estrellas cuando la noche se cierra y cómo se mueven las nubes bajo el fulgor de esos deseos siderales, qué ganas de sentir mariposas y luciérnagas en lo profundo de aquella errante aparición, chiquilla fantasma, sólo ectoplasma de vuelta de su aventura diaria. Y volvía a casa, Alicia, envuelta en su vacío, creyendo que cenaba espagueti al queso y la casa olía a albahaca y a incienso proveniente del cuarto de baño donde el agua de la ducha siquiera le rozó el cuerpo, pero quién le iba a decir, tan feliz, que no era más que un diminuto recuerdo perdido como la luz de la tarde anterior, viéndola caminar por el pasillo de la cocina al salón donde le parece, estas noches en las que el calor hace sudar hasta a los muertos, leyendo un libro, que la vida no puede ser de color más agradable, que el día siguiente aún será mejor. Pasa las páginas lentamente como si disfrutara cada palabra de aquel acertijo sujeto por dos manos invisibles, ella, nada, se prepara para ir a la cama y comenzar el eterno retorno hacia el día siguiente. La observo tras la puerta entornada de la habitación sabiendo que hoy por fin me he decidido a contárselo. Los días han dado paso a las semanas y por meses he visto la rutina de su fantasía espectral. La cariñosa Alicia, ese recuerdo que viene ahora por el pasillo para entrar tan fría en la cama, y se lo digo, pero no responde a pesar de la insistencia, se lo repito bajo junto al oído pero el frío que desprende no me deja pronunciarlo, Alicia que se da la vuelta y abraza a unos brazos no a los míos, acerca su rostro a otro rostro y no al mío, pronuncia un nombre a través de esa última sonrisa y no soy yo, sino frío, y ahora sí Alicia, comprendo, y me desvanezco. Ahora sé a quién ladraban los perros.

Relato corto de Dani Rojo. 
Ilustración: Carlos López Terán

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