4/7/18

Cosecha









Surca el papel

afila los lápices

siembra palabras

deja a los otros

recoger la cosecha,

tu mano riega,

sol de verano

que decanta las flores:

la lagartija explora 

su aliento de dragón.

14/6/18

Refugio















‘Huir hacia atrás en busca de protección’, leyó Damián, mientras sus dedos pasaban lentamente del refugium latino al precedente griego, buscando tal vez en el origen una respuesta al presente que se desbordaba en el informativo de la televisión. Siguió retrocediendo, y de su sofá y del pijama que le picaba una barbaridad, pasó al griego coincidiendo con imágenes del mar Egeo, donde rostros tantos rostros, piernas cansadas, brazos aturdidos por el peso de los críos, la extenuación sin género, le explicaban que en griego antiguo huida se forma con la palabra Phyge (φυγή). ¿Quién puede entonces huir hacia atrás, si sólo es hacia adelante donde se encuentra el refugio, pensó Damián, que pensó también que tenía muy pocos años para saber qué tramaban los adultos permitiendo tal confusión de términos. La entrada 254 en la página 153 le transportó sobre el mapa del lenguaje hasta el indoeuropeo, y éste se perdía en la oscuridad del tiempo más allá de los Balcanes, el Cáucaso, Afganistán, Cachemira, e Indostán, y aquella foto fija en la pantalla de nuevo le trajo de regreso al noticiario.

El aroma del café de sus padres sobre la mesa. Las nueve y media en la única campana de la iglesia próxima sobre las voces de los adultos, ya va siendo hora de meterse en la cama, deja ya la enciclopedia, qué tendrá este crío que no para de dejar por todos los lados sus libros y qué cosas le da por leer, le sacó de la lectura del diccionario de etimologías y ya sólo quedó en la televisión el eco de los ahogados y la palabra que lo comenzó todo un rato antes: Siria. Ahora el rostro parlante ya está con los deportes y papá se estira en el sillón. 

Refugiado, dijo para sí Damián, mientras observaba derramarse crema del café de mamá, otra vez el pijama, y rasca rasca entre espalda y axila, y papá sube tranquilizado el volumen hasta conseguir que la última victoria del equipo de éxito pareciera espantarlo todo. Pero no, no debiera ser hora de dormir, porque Damián ya veía la nata del café, lenta lágrima de color tierra irse yendo a morir sobre el plato, y creyó que algo entendía de tal falta de sentido común, como dormir cuando se necesita estar despierto. No sin cierta perplejidad, porque a fin de cuentas la cabeza de Damián es la cabeza de un crío de diez años, y su lenguaje sin etimologías ni pasado, entiende que si duele: curo, si lloras: calmo, si sufres: beso, si hambre: comida, si guerra: paz, si sueño: cama, si frío: manta, si enfermas: hospital, si libros: lee, si no hay casa: refugio. ¿Qué explicarle sobre política internacional si sólo es un niño que devora libros de aventuras y diccionarios mientras se levanta la piel a tiras a causa de un pijama materno y barato, comprado en la oferta de las ofertas del mercado, fabricado vaya usted a saber dónde, cuándo, por quién y cuántos; y sin embargo, Damián sigue pensando que, claro, si a un refugiado no se le da cobijo por lo tanto no puede serlo, y habría que llamar a la tragedia de manera distinta o señalar con el dedo a quienes lo niegan, y entonces crear una palabra para esos que no curan, ni cama, ni hospital, ni abrazo, ni beso, ni manta, ni vengan, tendidas las manos. 

Su padre le mira viéndole fijo en el vaso lleno hasta el borde, qué pensará esta criatura que concluye sus horas del día yéndose a regañadientes a la cama, donde otro libro le espera, sin haberlo arreglado, apenas concebido, pensando que a esa gente se la trata como la nata del café que se derrama, sólo lo que sobra y muere en nuestro plato, y que el resto navega en su opulencia de sobremesa gesticulando no no no con el dedo de la mano, porque no hay café para todos, y no es cierto que este océano negro en una taza sea aquella Europa que fue refugiada en tantas latitudes, que lo acaba de leer en la enciclopedia del armario, donde se apolilla la sabiduría en papel, un atlas de antepasados, y en esos diccionarios necesarios cuyas etimologías nos recuerdan el por qué de las construcciones de sustantivos, adjetivos y verbos. Refugio. Refugiados. Refugiar. Refugiadlos. 

Damián duerme ya bajo las mantas libre de picores, agotado como se agotan del mundo los niños; sueña con un caballo rojo que salta las fronteras de los mapas y brinca libre sobre las olas y los océanos.

Un cuento de Dani Rojo. 



11/4/13

Gira Bajo la Cama el Tambor

La semana anterior las calles olían a tragedia. El aire, para un olfato acostumbrado, ya apestaba a muerte antes de que se hubiera derramado la primera gota de sangre. No tardó en caer el primer machetazo sobre la cabeza de un inocente. Tras aquel primer incidente, el castillo de naipes se derramó por las avenidas, los callejones e incluso por el interior de las casas; de las opulentas y las que no alojaban más que la rutinaria miseria, y ahora, cuerpos retorcidos en posiciones estáticas. Mujeres muertas, abrazadas a sus camadas defendiendo del asesino al fruto de sus cuerpos; también muertos a aquellas alturas de la locura. Muchos de los hombres bajaban tranquilos para siempre como pequeños barquitos negros y encarnados, atestando el viejo río de troncos mutilados, cabezas sin dueño, la realidad de lo que se espera cuando la guerra, el odio, revienta en el fondo del corazón de los asesinos. Los hombres que durante aquella semana consiguieron mantenerse vivos tenían reservado para su final una gran construcción de acero y madera en el centro de la plaza de la ciudad, a los pies del castillo, cuya sombra había protegido durante tantos siglos a sus habitantes, cuya sombra se había alargado en otras ocasiones más allá de los horizontes donde se extiende el trigo y comienza el mar, para llevar a otros pueblos el hediondo tufo de la sangre y la carne al sol. El siniestro carrusel se elevaba más de veinte metros sobre los adoquines desgastados. Constaba de un tambor que giraba sobre un eje central y estaba coronado por otra rueda repleta de garfios, cuchillas afiladas, que en un momento del giro se abalanzaba con una fuerza descomunal sobre quienes estuvieran atados alrededor del cilindro. Pareciera que el infernal arquitecto de aquel artefacto hubiera estudiado profundamente algún cuadro de El Bosco para añadirle todo su talento asesino de dinámicas, poleas y engranajes. Para entonces llevaba yo más de diez días escondido, atrapado sería más acertado, en mi habitación frente a la plaza. Primero asistí tras las cortinas a la persecución, captura y asesinato, a la grotesca danza de machetazos sin previo aviso que se dio en primer lugar por las calles adyacentes, siguieron las puñaladas y degollamientos por las calles radiales hasta llegar a las granjas de las afueras, desde donde, al poco, sólo llegaban gritos apagados, lamentos y angustiosos ayes de quienes agonizaban en las cunetas. Ahora, con las contraventanas cerradas, escucho el sonido constante del mecanismo de ese gran tótem de muerte que se yergue frente a mi casa. Al silencio que rompe algún tintineo de los grilletes cerrados sobre los cuellos de los reos, sigue la vibración pesada del tambor de madera que gira lentamente, como un motor lento, pesado y gigante imposible de detener. Cuando la presencia de ese terremoto angustioso parece nunca terminar, entonces, un profundo golpe seco que pareciera hacerme estallar la cabeza cae de repente sobre la madera de mis ventanas que apunto están de salirse de sus goznes. Tras ello, sólo suenan las cadenas del engranaje bailando a un lado y a otro llevadas por la inercia. No hay gritos. Siquiera un leve rumor de dolor. La máquina es sumamente eficaz. Y tras un mudo y espantoso momento, el tambor vuelve a girar. Llevo las últimas horas tumbado en la cama a la espera de que la puerta de mi cuarto se abra de repente y ocupe el puesto que me corresponde sobre la madera ensangrentada de ese patíbulo. Sin embargo, nada ocurre, salvo la continua carnicería al otro lado de la fachada. Otro rugido de la máquina hace retumbar los listones bajo mi espalda. Con los ojos luchando por abandonar los párpados consigo entreabrir la portezuela que instalé hace años en el entarimado del lecho para esconderme en caso de que algo así sucediera. Tal ha sido mi predicción sobre los acontecimientos aunque no estuve atento, no, a la rapidez con la que se produce el genocidio cuando todo lo abarrota la rabia, los ríos se convierten en arterias de barbarie y hasta el cielo comienza a sangrar. Ahora ya es inútil esconderse. Tarde o temprano ha de venir por mi el final. Sin embargo es posible que nada haya delatado mi existencia. Las luces están apagadas. Más de diez días de encierro. No hay rastro de vecinos, todos muertos, supongo. Respiro bajo. No hablo siquiera para darme fuerzas. Las ventanas cerradas. Como muy poco y todo crudo. Nadie se acuerda de mi. Estoy a salvo. Seguro. Seguro... Pero en la oscuridad creo ver algo que se mueve rápido a cierta altura del suelo como si la negrura del cuarto estuviera habitada por una mancha oscura pendiente de cualquiera de mis movimientos para delatarme. Busco cualquier atisbo de su forma clavando los ojos secos en todas las paredes. Quizá, pienso en la locura febril de mi encierro, quizá es dios que ha venido a salvarme de esta pesadilla y grito dentro de mi para que me atienda aunque no crea: ¡Dios! ¡Dios!... Y con estrépito se abren entonces las contraventanas dejando libre el paso de la luz roja de la luna. Se abre como un disparo la puerta cerrada con varias vueltas de llave, cierro velozmente de golpe la pequeña puerta del entarimado y observo angustiado tras la brevísima rendija de mi escondite. Se hace la luz en la habitación. Bajo las antorchas van caminado sombras fatales hacia mi mientras que una voz grave crece hasta el grito y repite entre carcajadas: — ¿Por qué te escondes de mi, si te veo? ¡Te veo!.

Un cuento de Dani Rojo. 
Ilustración: Carlos López Terán

28/12/12

Silencio

Le llamaban Silencio. Un sujeto anodino, de cara común, trivial en sus gestos, sin expresión. Las mañanas se le podía ver con su aire taciturno y cansado pasear arriba y abajo de la calle XXIII sin que pareciera importarle la marcha agitada del resto, el rugido nervioso de los automóviles, los perros que le recibían con ladridos, el corretear de niños o los chismosos que señalaban a otros con movimientos del mentón el paso rápido de su abrigo. Nadie sabía a qué se dedicaba, dónde vivía, si compraba en el colmado o por el contrario pasaba las tardes de sábado en el hormiguero nervioso del centro comercial. Lo que se comentaba sobretodo es que nadie había oído jamás su voz. Más de veinte años paseando arriba y abajo de la calle sin que vecino alguno del barrio hubiera escuchado salir de su garganta el más mínimo sonido. Silencio, decían, no necesitaba hablar con nadie, ni compañía, pero su presencia arriba y abajo de la calle, al vecindario que encontraba en el bullicio la razón de su existencia, ese donde las familias reconocían a las otras familias que las colmaba de seguridad, ese Silencio, les sacaba de sus casillas. Hacía mucho tiempo que habían comenzado a insultarle los críos; lo que oían en casa. Los viejos escupían en el suelo a su paso y el recelo rebosaba en el ambiente como rebosan las alcantarillas malolientes en un día de tormenta. Y Silencio arriba y abajo de la calle, girando en el final de la vía, para dirigirse hasta el punto extremo y vuelta a empezar con aquel caminar sosegado, lento como si el paso de una nube se desvaneciera en el aire y que tanta exasperación provocaba a los ruidosos bebedores de las terrazas. Su insignificancia era el mayor de los desprecios para la vida de los demás. Un día cualquiera, sin motivo alguno, Silencio quedó inmóvil; casi un muñeco de cera en mitad del paso de cebra entre la farmacia y la escuela. La flema violenta repleta de aspavientos de los conductores, los graznidos de mujeres tras los tendales, la propia policía que explicaba por activa y por pasiva los códigos y normativas al ser de hielo no sirvieron para moverlo del lugar donde parecía haber echado raíces. Hasta su cigarro pareció tener unido un alambre curvado de humo en mitad del tiempo. Silencio siguió sin moverse y como nadie hubo hablado jamás con él tampoco supieron como dirigirse a ese hombre salido de las entrañas del estupor popular. La calle abarrotada del gentío y los automóviles que bramaban por abrirse de nuevo paso en su predecible y rutinaria existencia, y tras varias horas, Silencio ya en los avances de los telediarios. Decidieron que se se personara frente a él la máxima autoridad y entre un general de todos los ejércitos y un carnicero escogieron al primero. Allí, altivo frente a Silencio, le explicó a gritos y salivazos, tal y como manda el reglamento castrense, innumerables técnicas de tortura, juicios sumarísimos y penas de varias vidas a la sombra de pan y agua. Los políticos para entonces ya habían subrayado públicamente una declaración de condena del maniquí de carne y hueso, y por su lado, el rey de aquella patria se mostró tajante con la actitud de Silencio. Ha de deponer su actitud bárbara e incívica contraria al bienestar de todos, dijo, y después continuó con su trascendental partida de brisca real. Ya cuando los tanques hacían vibrar toda la calle reventando el asfalto, a Silencio le dio por tomar aire e hinchar profundamente sus pulmones. La calle entera calló. Dejó de oírse la algarabía de los niños y hasta los pájaros y el viento parecieron enmudecer. Silencio siguió hinchándose e hinchándose mientras su pecho se iba convirtiendo en un globo de carne, más grande, más grande. Inmenso Silencio. Una gran burbuja rosada que comenzaba a expandirse hacia los extremos, arriba y abajo de la calle arrastrando los automóviles en su movimiento irrefrenable, deteniendo los tanques que ya preparaban las descargas y haciéndolos amasijo contras las esquinas. Era como si todas las palabras que nunca pronunció lucharan por salir de su cuerpo del mismo modo que el vapor lucha por abrirse paso fuera de la olla. Por un momento la hinchazón gigantesca de aquel ser humano paró por completo y toda aquella presión, de lo que antes llamaron Silencio, estalló convirtiéndose en una brutal y muda explosión. Aquel hombre se silenció por los aires. Por fin, Silencio.

Relato corto de Dani Rojo. 
Fotomontaje: Carlos López Terán

20/11/12

Fantasmas

A Alicia Martínez Siqueiro nadie le advirtió que era un fantasma. Salvo aquel con el que se topó al final de este cuento. Así que ella en su inconsciencia se levantaba todos los días, qué alegría, qué maravilla, el sol recién tumbado sobre las plantas del salón, pensaba, sin buscarle una explicación a su falta de peso. Creía, la pobrecilla, que aún trabajaba en una oficina en el sexto piso de un edificio del centro de Madrid, que los compañeros le sonreían a su paso y que aquella flor que agonizaba en un vaso, junto al ordenador, era el regalo diario de un amante misterioso, pero el edificio estaba abandonado desde hacía cuatro años, un vestigio de un pasado para sostener en lo alto el corpor(e)rizado anuncio de una marca de cerveza. Vivía, contradicción, para el amor y al amor se lanzaba por las calles de la ciudad imitando los mismos gestos que veía en los demás: acariciaba a perros que ladraban al miedo de sus pasos o daba buenas tardes, al sol de las plazas, sin darse cuenta que tras su paso, las viejas escupían en el suelo y persignaban sus temerosos pechos, ay Alicia, que caminas tan sola entre la muchedumbre creyendo que existes más allá de tu aparente silueta, esa transparencia imaginada, el velo de un cerebro inexistente diciéndole a su alma, qué linda es la naturaleza, qué grande el cielo sobre nuestras cabezas, qué estupendos los besos, las estrellas cuando la noche se cierra y cómo se mueven las nubes bajo el fulgor de esos deseos siderales, qué ganas de sentir mariposas y luciérnagas en lo profundo de aquella errante aparición, chiquilla fantasma, sólo ectoplasma de vuelta de su aventura diaria. Y volvía a casa, Alicia, envuelta en su vacío, creyendo que cenaba espagueti al queso y la casa olía a albahaca y a incienso proveniente del cuarto de baño donde el agua de la ducha siquiera le rozó el cuerpo, pero quién le iba a decir, tan feliz, que no era más que un diminuto recuerdo perdido como la luz de la tarde anterior, viéndola caminar por el pasillo de la cocina al salón donde le parece, estas noches en las que el calor hace sudar hasta a los muertos, leyendo un libro, que la vida no puede ser de color más agradable, que el día siguiente aún será mejor. Pasa las páginas lentamente como si disfrutara cada palabra de aquel acertijo sujeto por dos manos invisibles, ella, nada, se prepara para ir a la cama y comenzar el eterno retorno hacia el día siguiente. La observo tras la puerta entornada de la habitación sabiendo que hoy por fin me he decidido a contárselo. Los días han dado paso a las semanas y por meses he visto la rutina de su fantasía espectral. La cariñosa Alicia, ese recuerdo que viene ahora por el pasillo para entrar tan fría en la cama, y se lo digo, pero no responde a pesar de la insistencia, se lo repito bajo junto al oído pero el frío que desprende no me deja pronunciarlo, Alicia que se da la vuelta y abraza a unos brazos no a los míos, acerca su rostro a otro rostro y no al mío, pronuncia un nombre a través de esa última sonrisa y no soy yo, sino frío, y ahora sí Alicia, comprendo, y me desvanezco. Ahora sé a quién ladraban los perros.

Relato corto de Dani Rojo. 
Ilustración: Carlos López Terán

8/11/12

Culturismo Canibal



Artistas, intelectuales y personajes célebres nacen, viven y mueren como el resto de los frágiles mortales; la única diferencia entre los unos y los otros es la obstinación porque aquellos muertos perduren en el tiempo. Pero quizá esa costumbre de homenajear, conmemorar nacimientos y defunciones se esté convirtiendo, o haya sido siempre, una forma de practicar el canibalismo, necrocanibalismo en el caso de quienes llevan criando malvas decenas de años e incluso siglos, sin miedo a la condena de tan morboso acto por parte de la civilizada sociedad. Se realizan fastos estupendos, revisiones teatrales, debates y todo tipo de eventos repletos de lloriqueos hipócritas para recordar a aquel poeta tan comprometido a quien en su tiempo dejaron morir miserablemente en una celda lóbrega y húmeda, se celebran, que casi es un segundo enterramiento para que el difunto se hunda aún más en la tierra que lo aloja cien años después, una parte de la vida, esa que eleva a la de nuestra contemporaneidad, exposiciones a las que asisten, muy ufanos, políticos y camarillas de habitantes de pasillos institucionales, proyectiles de proyectos alguna vez proyectados por medio de las proyecciones de artistas del momento, efímeros nombres y apellidos asisten a despachar su parte del cadáver, como lobos hambrientos, el público lanza sus fauces sobre los vestigios del muerto para apropiarse de la esencia del erudito vía tópica y así tras una visita de cuarto de hora al mausoleo en el que se ha transformado el museo, regresan a sus casas ahítos de cultura y conocimiento y de esa sensación tan excelsa: ay, empacharse de la sabiduría sin esfuerzo. Pero eso es canibalismo, y si la palabra quedara exagerada para su entendimiento, al menos es lo mismo que cuando un guerrero de la antigüedad o de alguna de aquellas tribus que esperaban a ser descubiertas por la civilización armada de trampas y cuchillos, devoraba el corazón de sus enemigos para apropiarse del coraje del de la otra tribu. Por otro lado, la vida real, la vida, la certeza del día a día de un ser que también se bajaba los pantalones o se subía las faldas para realizar ciertas actividades cotidianas que el pudor permite pronunciar pero arruinaría una pretendida estética sobre el texto, se obvia, se aniquila, se desolla, en beneficio del mito que a la lista de todos los anteriores parece satisfacer. Aquel ser superlativo con poderes que ríanse de toda la colección de Action Cómics comenzó un día de su infancia a leer y escribir y terminó de hacerlo cuarenta y ocho años después. No es el difunto el objetivo de este artículo, ni el sarcasmo gratuito, pero de alguna manera se ha de tomar partido en la batalla entre la complacencia de los invitados al banquete ritual y quienes se mantienen en guardia ante la historia de los embustes, las exageraciones, la ocultación en favor de la decencia y la moral religiosa y las celebraciones del canibalismo cultural tan apreciadas por la muchedumbre. 

Las líneas anteriores, ahora, son una forma de ordenar las ideas que barajamos antes de lanzarnos a realizar un vídeo para www.cocktailpartyeffect.com hace ya unos meses. Se nos pidió una colaboración con motivo del centenario de la muerte de Marcelino Menéndez Pelayo para que formara parte de la obra que CocktailParty aportaría a la exposición bajo el nombre "Qué culto" y este fue el resultado de tanto tornado mental.

El vídeo fue realizado por Carlos López Terán y Dani Rojo. La banda sonora fue creada por Pepe Terán. Eduardo Díaz Morante y  David Rey colaboraron con nosotros en la producción y rodaje. Nuestro reto consistió en utilizar medios no digitales, salvo la filmación, para realizar esta pieza. Disfruten de sus lobos y de la sangría. Bon apetit.

10/10/12

Klaatu!


La Liga Alienígena, que regula los acuerdos en materia de emigración intergaláctica, sigue negándose a la proliferación de terráqueos ilegales dentro de las órbitas de los planetas pertenecientes a a la Unión Galáctica (UG). En declaraciones exclusivas a este diario interestelar, su máximo dirigente en materia de migración cósmica, Mr. Ufo Vlad, expuso: — No estamos dispuestos en modo alguno a que el planeta Tierra, conocido por sus guerras, enfermedades y corrupción, abra su atmósfera y permita la salida indiscriminada de transbordadores-patera repletos de humanos ilegales y delincuentes que con toda seguridad incumplirán los acuerdos interplanetarios firmados por los planetas de la Unión —. Asimismo varios dirigentes se han teletransportado a ese planeta en permanente crisis para exhortar a sus máximos mandatarios al cierre cautelar de los accesos espaciales bajo la amenaza de sanciones y el bloqueo de las importaciones de oxígeno. Sin embargo, parece ser, según nos han filtrado a esta redacción, que el principal motivo de estas reuniones ha sido la firma de acuerdos para el envío a La Tierra de una teratonelada de residuos de materia oscura a cambio de armas sónicas y contratos de trabajo legales para emigrantes de primer nivel. Desde hace varios lustros el llamado problema de la emigración se encuentra a la espera de una solución mientras continúan apareciendo a la deriva naves y transbordadores procedentes del antiguo Planeta Azul con miles de terráqueos en su interior asfixiados al terminarse sus reservas de oxigeno. También durante este tiempo no han dejado de surgir desde los planetas en vías de desarrollo las protestas de organizaciones y los conocidos CP (Cerebros Privilegiados) en contra de las políticas de la Liga Alienígena. En estos momentos la Asamblea de la Unión Galáctica, ante la cada vez mayor presencia de CP en los planetas aliados, se encuentra valorando la posibilidad de considerarles individuos perniciosos para su progreso económico, y por lo tanto, introducirles en el catálogo universal de terroristas lo que conllevaría su arresto y desecho. 

Texto.Dani Rojo.
Ilustración de Carlos López Terán.

16/7/12

La Roña

Monsieur Moritone, tenía de todo. Salvo una familia, un perro, amigos con los que salir a pescar, una madre que le escuchara y confiara a su inteligencia los misterios de una mujer entrada en el invierno de la vida. Tampoco otras mujeres había en su vida. A excepción de las que entraban en su casa los viernes tras la cena, que no tardaban en volver a salir arreglándose el vestido, sujetando con una mano su recompensa y en el rostro, una mueca de algo parecido al asco o la pena. No asistía a asambleas, no pertenecía a ningún club, no era socio ni adepto de secta alguna . Sin embargo estas carencias a Moritone se la traían floja.
Conducía a gran velocidad por la avenida de acacias que iban directas hasta el porche de su casa silbando La Marsellesa para acompañar al rugido de su flamante motor. Aparcó y al salir del deportivo no pudo evitar pasar lentamente la mano por el  lomo plateado del bólido. Libido y mecánica para un tipo al que no le faltaba de nada. Su salud, curtida en los gimnasios más exclusivos, pasó con él al interior de la mansión y la decoración lo recibió con el esplendor luminoso de los trastos caros. Un diseñador francés y otro alemán cargados de premios le habían llenado la casa de cuadros verde jungla, sofás amarillo tierra africana nº2, estanterías de aluminio repletas de libros de arte, fotografía y diseño que no conocían otro lector que no fuera el escaso polvo y una araña diminuta que al paso de Moriton estuvo a punto de caer de bruces sobre la porcelana del salón. En la habitación principal la misma historia pero además un espejo enorme se aferraba con herrajes al techo para ciertas correrías, sobre la cama, y una enorme ventana en cuyos cristales se reflejaba el mar. Respiró profundamente y no pudo hacer otra cosa que ufanarse de envidiarse de aquella manera. Era un tipo con estrella. Un rotundo poseedor de éxito. El puto dios sobre la tierra.

Recién duchado y vestido con zapatos, pantalón y camisa, descansa ahora disfrutando de una copa de un licor insípido, maloliente y caro, y esto a Moritone le interesa sobremanera. Ante todo la materia. Pero hace ya un buen rato que viene observando un pequeñísimo punto sobre la pared (entelada en blanco roto por un estudio japonés) que por su vida, jura, le ha parecido que ha comenzado a crecer. Así que se levanta y acerca el hocico al muro para ver mejor y allí está, un puntito de roña campando a sus anchas en aquel templo de Moriton. Y creciendo, era cierto, tomando ora una forma de botón, ora una pelota, a un ritmo constante, con decisión, imparable. Por más que rasca con el dedo aquello no se detiene así que decide tirar abajo una de las telas para salvar al resto y ver si tras ellas hubiera la madre de las roñas en pleno parto. Y acierta, pues ya la roña se desliza como una baba negra por toda la pared y comienza a devorarle los cuadros. A Moritone le da un vahído, por supuesto, pero debe hacer algo para salvar lo que tanto capricho y deseo le ha costado: la lámpara de titanio, porcelanas modernas, mesas de caoba, plástico, cristal y metales impronunciables pero que albergan en alguna esquina o recoveco el nombre y apellido exclusivo de algún diseñador. Todas sus cosas ligeramente acariciadas ya por la mancha negra que ya comienza a extenderse por el pasillo y a repartirse por las habitaciones de invitados, del servicio, incluso se mueve por fuera de las ventanas haciendo un bonito contraste con el sol. La casa de Moritone es una mancha negra un poco después. Él cree que sueña el infierno, que aquello no puede ser más que un espejismo de su cerebro inducido quizás por las horas de solarium. Pero no. Sale corriendo en busca de su auto. Tan negro como el carbón.

Y corre y corre sin sentido perseguido por el viento bajo las acacias en busca de una salida, el aullido de la foresta le roza los tobillos como una lengua malvada que quisiera atraparlo y llevarlo de nuevo al interior de la casa. Cerca de la entrada de piedra, detiene su alocada carrera y mira atrás como el temeroso Orfeo para asistir a la completa desaparición de sus pertenencias. Bajo aquella enorme mancha negra sólo las dimensiones de un paisaje del que la roña se alimenta. Piensa en seguros, rentabilidades y si sólo será taquicardia lo que le oprime el pecho. Pero no decrece y siente que aumenta y que debiera desabrocharse la camisa, su sudor le espanta . Le estrangula como una serpiente de lino así que, sin dudarlo, se la arranca a tirones y la lanza a lo lejos. Moritone se abraza a sí mismo con fuerza. Un minúsculo puntito de roña parece brotarle poco a poco, en el pecho, y tras su estupendo bronceado le saluda con una reverencia. 

Un relato breve de Dani Rojo.
Ilustración de Carlos López Terán.

4/7/12

The Evil Onion (La cebolla maldita)




Cuidado con lo que deseas. Sobretodo en esos momentos de tu vida en los que te ves arrojado a la calle, como un perro apaleado, un "rain dog" en la voz áspera de Tom Waits que clamara por una nueva oportunidad en los brazos de cualquiera para salir del agujero, de la fosa oscura en la que parece haberse convertido todo lo que a uno le rodea. Bajo este concepto comenzó la génesis de esta pequeña pieza de video que realizamos para la web www.cocktailpartyeffect en marzo del año 2011.

El argumento es sencillo y casi un arquetipo de las relaciones humanas: un ser humano es incapaz de enfrentarse a la desesperación que le produce la soledad y anhela que le ocurra algo, cualquier cosa, que le libere de su momento más bajo. Pero a veces las huidas hacia adelante son un paso en falso y lo que parecía la solución a los problemas no es más que un callejón sin salida. Las elecciones pueden traer consecuencias en forma de seres siniestros.

Sin embargo no quisimos conformarnos con una historia al uso por lo que decidimos jugar con el tiempo de la acción y el flashback para dotarle de un halo fantástico y, como padecemos de una enfermedad llamada cinefilia, nos dejamos seducir por el blanco y negro. Y el blanco y negro bien saturado es igual a cine mudo y a expresionismo alemán. Un evidente homenaje al cine que comenzamos a ver con los ojos abiertos como platos en la adolescencia y que nos permitió sentirnos partícipes de aquellas historias grotescas repletas de símbolos y personajes condenados, de extrañeza a cada nuevo plano.

No soy capaz de recordar por qué llegamos a la conclusión del título, por qué centramos la historia en un par de cebollas. Si bien el lema que nos propusieron desde www.cocktailpartyeffect.com, fue "Un brote inesperado", lo cierto es que las cebollas se nos antojan símbolos de un hogar tranquilo, del mismo modo, que hacen referencia a las lágrimas y la amargura. Las nuestras en "The evil onion" huelen también a azufre y a mujeres condenadas por sus anhelos, a hombres a la caza de presas fáciles que devorar.

Este pequeño corto fue rodado en Bárcena Mayor (Cantabria), en una casa de unos trescientos años, durante un fin de semana con la única imposición de pasarlo estupendamente con amigos, cámaras y realizar este akelarre que es "La cebolla maldita", para nosotros una sesión de Ouija tratando de conectar, modestamente, con el espíritu de Murnau, Wiene y Fritz Lang.


Idea y realización: Carlos López Terán y Dani Rojo
Los actores: Charo Celis Guasch y Fran.
Música: Carlos López Terán
Ayuda y agradecimientos: Belén Garrido y Esther Alcalde.

22/6/12

Ella se llama Dragón

Nadie sabe que eres un incendio inextinguible. Has sobrevivido a todas las piras que se  dedicaron a tu memoria, a los arrebatos de las llamas en manos inocentes que creían hacer justicia con tanta ceniza. Lo devastado sabe de tu impertérrito gesto, de tu serena silueta en mitad del baile de llamas. Ataraxia, rezan las paredes del dormitorio, mientras todo se carboniza alrededor al contacto de tu tacto. Lo que saben de ti lo profundo de los volcanes, lo que la lava guarda en su recuerdo, aquello que la combustión pudo conocer de tu secreto, se esfumó tal como las alas de aquel ángel en su caída. 
Eres capaz de quemar el tiempo, desecar océanos, convertir diamantes en bellas lágrimas y que discurran por tus brazos. El agua se vuelve fiebre sólo pronunciando tu nombre, a tus pies caen humilladas las explosiones solares, de tu sombra hablan en Nagasaki e Hiroshima, el rayo láser es una juguete inofensivo ante el poder de tu mirada. 
Y sin embargo hasta mi gruta llegan rumores de que andas por ahí buscando quien te dome, quien te encierre allá donde no provoques la desolación. Alguien que aplaque de una vez por todas esa incandescencia supina que te hace vivir en la soledad de tu sofoco. Concilios de sabios, convenciones científicas, reuniones de las más altas esferas, mandatarios de urgencia corriendo pasillos, reyes, dictadores y hasta algún hombre tomado del  pueblo han buscado la solución perfecta para acabar con tu penuria. Pero todas ellas localizan la solución en tu retiro, en la lobotomía, abstenerte de vivir, en una muerte prematura. Cómo explicarles que conozco tu secreto, que el fuego se combate con fuego, cómo decirles que un dragón enlazado a otro se anulan en su ardor. 

Poema de Dani Rojo.
Ilustración: Carlos López Terán.